Los dibujos de Helnwein son rayones sobre rayones, superposición de líneas que adquieren, paulatinamente, de manera ritual, formas, siluetas, objetos, espacios saturados de tinta bailando con espacios en blanco. Es impactante ver cómo de sus dibujos emergen mundos inacabados, caricaturescos, nunca definidos del todo. Lo difuso es el dios tutelar de sus dibujos, y si prestamos verdadera atención, de toda su obra, incluso cuando la nitidez fotográfica parece imponerse.
Helnwein relata la cosmogonía de nuestro mundo, los momentos en que los objetos surgen de entre la bruma del caos original. Primero son dibujos, después acuarelas, más tarde óleos, fotografías, finalmente acaba pintando sobre las propias fotografías para que recordemos que el orden del simulacro siempre puede invertirse; proyecta fantasmas (sombras sobre un espacio plano) y sobre esos fantasmas realiza su magia: la creación acontece con un realismo demoledor, casi hiperreal. Pero esto no quita que Helnwein continúe con su labor de caricaturista. Toda representación es una caricatura —deformación cargada de afecciones. Lo cierto es que en sentido estricto, tomemos la perspectiva platónica, kantiana, védica o taoísta, por nombrar sólo algunas, los fenómenos son simples caricaturas de lo irrepresentable. El retrato más detallado, la
fotografía más veraz, no dejan de ser falsificaciones de algo que no puede aparecer si no es enmascarándose. Por eso la caricatura es tan importante para poder comprender, perdón —Gottfried se reiría si dijera que su obra puede ser comprendida—, más bien disfrutar o penetrar en su obra, signifique lo que esto signifique.